Arturo Pérez-Reverte, en el prólogo recientemente publicado para la edición de La Flecha Negra de Robert Louis Stevenson, hace algo más que honrar la memoria del escritor Javier Marías o celebrar una obra emblemática de la literatura de aventuras. De manera sutil y penetrante, pone sobre la mesa un tema crucial que atraviesa generaciones: la influencia que ejercen los relatos de juventud en la construcción moral y cultural de una sociedad.

Quienes crecieron entre los años 50 y 80 recuerdan con nostalgia tardes enteras sumergidos en universos de héroes intrépidos, nobles ideales y conflictos claramente definidos entre el bien y el mal. Era la época dorada de clásicos como Ivanhoe, El talismán, Quintín Durward y, por supuesto, La Flecha Negra. Estas novelas no eran simples entretenimientos; eran guías morales camufladas bajo capas de acción vibrante y romance medieval. Ivanhoe enseñaba la valentía y el honor frente a la injusticia, mientras que Quintín Durward destacaba la lealtad y el sacrificio personal en situaciones complejas.

Sin embargo, vivimos tiempos radicalmente distintos. Hoy, muchos de estos valores no se transmiten únicamente a través de la palabra impresa, sino mediante un entorno digital inmersivo y en constante cambio. Videojuegos como Minecraft o Fortnite no sólo captan millones de horas de atención juvenil, sino que definen códigos éticos y relaciones sociales muy diferentes de los que prevalecían hace apenas unas décadas. En Minecraft, por ejemplo, la creatividad y cooperación en entornos comunitarios exigen que los jóvenes tomen decisiones constantes sobre la distribución de recursos, la construcción colaborativa y la resolución pacífica de conflictos. Por otro lado, juegos como Fortnite plantean escenarios de competencia intensa donde la colaboración estratégica es clave, desarrollando habilidades como el liderazgo, la adaptabilidad y el trabajo en equipo.

¿Estamos ante una pérdida o ante una transformación inevitable?

Desde el punto de vista sociológico, la literatura de aventuras del siglo pasado cultivaba un marco ético más sencillo, quizás más idealista. Los protagonistas de Stevenson o Walter Scott habitaban mundos donde el heroísmo y la nobleza eran valores tangibles, en los que la línea entre lo correcto y lo incorrecto era nítida. En contraposición, los videojuegos modernos presentan un universo ético más difuso, colaborativo y a menudo relativo. Según estudios recientes, psicólogos como Howard Gardner señalan que esta ambigüedad ética favorece el desarrollo del pensamiento crítico, aunque también alertan sobre la posible erosión de la empatía y la introspección profunda, elementos esenciales en el desarrollo integral de la personalidad juvenil.

Esto no implica una degradación ética, sino una evolución hacia una moralidad más adaptativa y situacional, necesaria para enfrentar el complejo panorama contemporáneo. Lo que antes era una clara diferenciación entre héroes y villanos hoy se presenta como una escala de grises, obligando a los jóvenes a pensar críticamente, negociar, cooperar y adaptarse en tiempo real. No obstante, expertos en educación advierten que el predominio de la interacción digital podría afectar negativamente la capacidad de atención profunda y reflexión pausada que promueven los libros tradicionales.

La clave, quizá, esté en integrar, no se trata de rechazar los nuevos medios digitales, sino de reforzar la importancia de la reflexión ética y literaria que sólo los libros, como los de Stevenson, siguen proporcionando. Es crucial que padres y educadores desarrollen estrategias concretas, como combinar sesiones de juego interactivo con espacios dedicados a la lectura compartida y la discusión reflexiva sobre dilemas éticos encontrados tanto en libros clásicos como en videojuegos contemporáneos.

No asistimos al fin de la aventura ni a la muerte de los valores clásicos, sino a su inevitable evolución. En palabras del propio Pérez-Reverte, tal vez se trate de asegurar que, independientemente del medio, sigamos creando esas narrativas capaces de despertar en los jóvenes la emoción profunda y el sentido de justicia que hace siglos Stevenson plasmó con maestría en La Flecha Negra.