simbad

Cuando uno se adentra en los relatos de Simbad el Marino, es fácil dejarse arrastrar por la marea de lo fantástico. Sin embargo, bajo esa superficie de prodigios y exageraciones orientales, late a menudo una verdad natural. En el tercer viaje del célebre marinero de Las mil y una noches, ambientado en el mar de Java —una región histórica y geográficamente vinculada al comercio árabe en el océano Índico—, se describen varios animales extraordinarios. Hoy, desde una mirada contemporánea y científica, podemos preguntarnos si aquellas criaturas fabulosas no eran en realidad reflejos amplificados de especies reales.

El primero de esos seres es un pez colosal, de veinte codos de largo —unos diez metros— que, al ser abierto, contiene en su vientre a otro pez, y este a otro, y así hasta cuatro. A los ojos del lector moderno, podría parecer un pasaje simbólico o incluso un recurso humorístico. Pero los registros científicos confirman que en aguas del océano Índico y el Pacífico occidental habitan depredadores marinos de gran tamaño, como el mero gigante (Epinephelus lanceolatus), que puede superar los dos metros y los 400 kilos. Se han documentado casos en los que estos peces han ingerido presas enteras, algunas de ellas también carnívoras. En condiciones excepcionales, un gran pez puede tragarse a uno mediano que a su vez contiene uno más pequeño. Simbad, o quien construyó su relato, no habría necesitado más que un hallazgo inusual para convertirlo en un asombro narrativo.

Más adelante, el texto menciona una tortuga marina cuyo caparazón medía más de veinte codos de contorno. En su interior —afirma el narrador— se encontró un huevo. A pesar del aparente exceso, lo cierto es que la descripción coincide en varios puntos con la tortuga laúd (Dermochelys coriacea), el reptil marino más grande del mundo. Esta especie, presente en las aguas de Indonesia y alrededores, alcanza más de dos metros de longitud y supera fácilmente los 500 kilos. A diferencia de otras tortugas, su caparazón no es duro ni estriado, sino suave, coriáceo y adaptado a las profundidades oceánicas. El hallazgo de un huevo en su interior también puede explicarse: las hembras transportan en su oviducto folículos en distintas fases de desarrollo, por lo que un pescador que abriera una hembra preñada vería fácilmente un huevo en formación.

Pero quizá la descripción más bella del relato sea la de un pez que “se parece a una vaca, da de mamar a sus crías, y cuya piel se utiliza para fabricar escudos”. Es aquí donde la literatura toca el borde mismo de la zoología. La especie a la que probablemente alude Simbad es el dugongo (Dugong dugon), un sirenio que habita los litorales del sudeste asiático. Emparentado con el manatí, este mamífero marino tiene cuerpo robusto, hocico grande y labios prensiles. Se alimenta de pastos marinos, cuida a sus crías durante meses y ha sido confundido durante siglos con sirenas. Su piel, espesa y flexible, ha sido utilizada tradicionalmente por pueblos costeros para fabricar utensilios, correas y, en ocasiones, protecciones o escudos. Lo que en el relato parece pura invención es, en realidad, una imagen directa —y poética— de un animal tan real como amenazado en la actualidad.

Simbad no se detiene ahí. Habla también de unos peces cuyo aspecto “recuerda al del camello”. Aunque en este caso la descripción es más vaga, es probable que hiciera referencia al mero Napoleón (Cheilinus undulatus), una especie de gran tamaño y frente prominente, que habita en arrecifes del océano Índico y puede superar los 180 cm. Su cabeza abultada y su porte lento y pesado podrían evocar, para un observador no especializado, la silueta jorobada de un camello, especialmente si lo que se busca es sugerir un parecido general y no anatómico.

Por último, Simbad menciona un ave extraordinaria, que “hace su nido en la espuma del mar y cría a sus polluelos sin posar jamás sus patas en tierra firme”. Esta imagen poética se acerca a la descripción de varias aves pelágicas, como el albatros (Diomedea exulans), el petrel o la fragata (Fregata magnificens), que pasan largos periodos en vuelo continuo, sobrevuelan el océano durante semanas o meses y apenas regresan a tierra para reproducirse. Aunque ninguna especie hace literalmente su nido sobre la espuma, lo cierto es que el comportamiento de estas aves —especialmente su capacidad de vivir casi por completo en el aire— habría podido parecer sobrenatural a los marinos medievales. De ahí que se hable de “nido en la espuma”, como una imagen poderosa que intenta traducir una realidad desconcertante.

Detrás del exotismo literario de Las mil y una noches, el tercer viaje de Simbad revela una sensibilidad profunda hacia la naturaleza. Lo que para un lector contemporáneo puede parecer exageración o invención, se sostiene en muchos casos sobre observaciones precisas del mundo natural. A menudo, las culturas antiguas expresaban lo que veían no con la objetividad de una ficha técnica, sino con la emoción de quien encuentra belleza en lo incomprensible. Así, una tortuga laúd puede convertirse en un monstruo del océano, un dugongo en una vaca marina, y un pez de gran cabeza en un camello que nada.

En definitiva, los monstruos de Simbad no son monstruos: son maravillas. Son el reflejo de una época en la que la ciencia y la poesía aún caminaban de la mano. Y su viaje por el mar de Java no es solo una aventura fantástica, sino también una forma de nombrar lo desconocido con las herramientas del asombro. Hoy, al revisar esos textos con el rigor de la ciencia y la humildad de la historia, no descubrimos que Simbad mentía, sino que estaba viendo el mundo con ojos distintos. Ojos que aún sabían maravillarse.